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Una sonrisa de papel japón

Para las fiestas de semana santa habíamos previsto ir a la sierra de Madrid, a Becerril de la Sierra, me dicen que el gentilicio de la población es de becerro o churro. En coche es alrededor de cuarenta y cinco minutos desde Madrid, siempre y cuando no haya atascos. Tiene alrededor de seis mil habitantes, pero con todas las condiciones para vivir al lado de una gran ciudad, cerca hay una simpática presa que empoza el agua que dota a la capital española. En los paseos por los alrededores me enteré que está a unos minutos más el pueblo de Navacerrada. Al escuchar se me abrieron los ojos. Recordé que hace unos años por tren intenté llegar hasta allí para encontrar la tumba del poeta Carlos Oquendo de Amat, el autor de «Cinco metros de poemas», libro que me dio un calambrazo imaginativo en mis tiempos de la universidad. Cuando Mario Vargas Llosa ganó el premio Rómulo Gallegos, en su memorable discurso «La literatura es fuego», cita al poeta de Puno al iniciar su alocución: «Hace aproximadamente treinta años, un joven que había leído con fervor los primeros escritos de Breton, moría en las sierras de Castilla, en un hospital de caridad, enloquecido de furor. Dejaba en el mundo una camisa colorada y “Cinco metros de poemas” de una delicadeza visionaria singular». Se me quedó la imagen del vate que cruzó el charco para encontrarse en medio de la Guerra civil española, el viaje fue una odisea. Él era de endeble salud y, tenía tuberculosis, por esa la razón estaba en la sierra madrileña cuando falleció. Le dije a Óscar, mi cuñado, si podríamos ir al cementerio de Navacerrada para encontrar la tumba del poeta. No lo dudó, me dijo que sí. Así llegamos al cementerio. No hay nada que indique donde está el mausoleo. Íbamos un poco al tuntún y, Oscar, a la primera de cambios lo encontró, mientras estábamos buscando por otros lados: el criterio de la búsqueda era el año de las tumbas, pero sin resultados. Al encontrarla fuimos a verlo casi corriendo, y efectivamente, estaba allí, el panteón lleva un epitafio cuyo autoría es del poeta Enrique Peña Barrenechea. Siguiendo la práctica materna, di unos golpes en la tumba y me quedé en silencio por unos segundos y depositamos unos pedruscos en señal de sentido homenaje. Decía el escritor de los Países Bajos Cees Nooteboom, que las tumbas :«son ambiguas. Conservan algo, sin embargo, no conservan nada», pero para mí llegar al sepulcro del poeta que cantaba: «Para ti/ tengo impresa una sonrisa en papel japón», conserva la memoria de una gran tradición poética.   

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