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Barbas de náufrago

Soy un superviviente de la primera ola de la pandemia global del COVID- 19. Luego de veinte y tres días salí renqueando del hospital del que estaba ingresado y con un atajo de libros a las espaldas, gracias a ellos no perdí las ganas de seguir viviendo. Me llenaban de ilusión, sé que muchos no han tenido la misma suerte que yo, amigos y amigas han partido ya. Con esa ilusión insuflada por las lecturas volvía a releerlos y a garrapatear en los márgenes de los libros apostillas, pedía a F por el watsap que cuando pudiera me mandara más libros de la desordenada biblioteca de casa. Ella también contagiada del virus hacía hercúleos esfuerzos para seleccionarlos, pero lograba que me llegaran los libros. Es una deuda impagable que tengo con F, sí estoy vivo y escribiendo es por ella. La irrupción de la pandemia en casa nos hizo recordar que somos vulnerables, nos sumergió en un piélago de incertidumbres y de pocas certezas. Semanas antes que estallara esto habíamos estado paseando por las calles Pompeya y Herculano, en medio de las ruinas nos preguntábamos sobre la fragilidad de la vida que esta población no pudo sobrevivir cuando detonó la furia el imponente Vesubio que está lado. Todos esos recuerdos me venían mientras tenía el ventilador mecánico que me ayudaba a respirar de la neumonía bilateral que padecía. En los muchos ratos de soledad me ponía hacer planes de escritura, a pergeñar imaginarias historias en las paredes blancas de la habitación. Borroneaba con frenesí las libretas de apuntes cuando los fantasmas del estrés mordían y no soltaban fácilmente. Temía que sí cerraba los ojos me moriría y entonces, me ponía como un poseso a escribir gacetillas, llegué a tener hasta tres cuadernillos en el tiempo que estuve ingresado. Cuando me dieron el alta todavía me costaba respirar al andar. Subir los peldaños de las escaleras era desgarrador, sentía que me ahogaba y me ponía a hiperventilar. Sumándose los inoportunos mareos. Con mucho esfuerzo di unos pasos hasta la parada de taxi para ir a casa. Las calles estaban sin gente y sin coches, Madrid parecía una ciudad como Pompeya o Herculano. Me bajé con dificultad del taxi y toqué el timbre de casa. F bajó rápidamente por el ascensor. Extrañaba su rostro porque temía no volver a verlo, echaba de menos festejar sus ocurrencias que diluyen los nubarrones del día a día. Me miró con sus ojos zarcos, me dijo risueña y tiernamente al abrazarme: ¡Tienes barbas de náufrago!

Esa es la razón del nombre de está columna, un homenaje para seguir contando. Así empieza la andadura este blog.

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