La escritura y las patrias: amores perros

Imagen: Dublín

La relación de los escritores y escritoras con las ciudades son esquivas, de olvidos y, llenas de incomprensiones y malentendidos. Hace poco la escritora checa Monika Zgustova, afincada en Barcelona, en una columna de opinión decía que en Praga, Franz Kafka apenas es reconocido y, casi todos, hacemos la asociación Kafka –Praga o al revés. En el pasado, con el régimen comunista, no era un escritor checo –sus obras apuntaban sin querer en el corazón del totalitarismo del comunismo burocrático, además era medio judío. En la actualidad, por escribir en alemán aleja a Kafka de sus paisanos. Pero pasada la frontera, oh sorpresa, Kafka, el escritor de Praga es reconocido en diferentes partes del mundo. Son estos amores difidentes. Cuando vas a Dublín por una de sus calles principales te topas con la estatua de James Joyce que luce con el bastón, las gafas redondas y una mar de turistas queriendo tomarse un selfi al lado de la efigie de este célebre dublinés. Joyce huyó de su Dublín natal (¿Quién no?) por las ideas paletas que asfixiaban la ciudad, una pócima de catolicismo y nacionalismo indigerible. Cuando se publicó el «Ulises», obra cumbre de la literatura universal, sus coterráneos le dieron la espalda. La obra llegó a los tribunales, supuestamente, lesionaba la moral biempensante -¿les suena esto a letra conocida por estos tiempos? Algunos que glosan la obra de Joyce dicen que se puede reconstruir el Dublín de entonces, leyendo la obra cumbre de este escritor. Es más, en su ciudad se celebra una fiesta laica y literaria cada 16 de junio, el Bloomsday, donde ataviados con traje de época leen el «Ulises» por diferentes lugares de esta. Las vueltas que da la vida. Otro amor equívoco era la relación de Milan Kundera con su país de origen. El mejor amor a la ciudad o a la patria es no llenarla de falsos halagos ni bernardinas como decir que esta es la Isla Bonita sabiendo que no lo es.